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Relato de viajes: Una comida en el tren

UNA COMIDA EN EL TREN

Escrito por Homero Adame

Antes se viajaba en tren. Ahora, en coche, en avión o, a falta de recursos, en autobús (quién sabe si alguien se aventure a pedir aventón a un desconocido). Los cruceros en barco resultan todo un lujo y el tren… bueno, el tren queda para la historia, y la añoranza.

  En cierta ocasión andaba por tierras michoacanas y, como a no pocos les ha sucedido, me quedé sin dinero. Dos semanas por doquier, conociendo montañas y playas, siempre en autobús, dieron como resultado mi bolsillo casi vacío. Pedir aventón ya era más arriesgado que aventurado porque se contaban toda clase de historias escalofriantes. No obstante, uno como joven estudiante toma cualquier riesgo y yo ahí estaba, parado en la carretera afuera Morelia, esperando que alguien me llevara hacia el Distrito Federal. Se detuvo un camión medio destartalado que iba a Queréndaro. No fueron demasiados kilómetros, pero algo es algo. Después de otros treinta minutos en las afueras de ese pueblo conseguí aventón en una camioneta cargada de rastrojo que iba a Maravatío. Claro que ésa no es la ruta más veloz a la capital, pero a empujones también se llega.

  —Así que va a México –me dijo el conductor, en cierto momento de la plática.

  —Sí, a México –respondí.

  —¿Por qué anda de raite?

  —Es que ya casi no traigo dinero y no completo para un pasaje de autobús.

  —Ah qué la fregá. Váyase en tren. No cuesta casi nada y llega seguro.

Foto de Homero Adame en Vanegas, SLP

  No se me había ocurrido lo del tren y seguí el consejo. Jamás había viajado en ese medio de transporte y me gustó la idea. El hombre me dejó en un pueblo llamado Tungareo y me indicó cómo llegar a la estación, a unos quince minutos caminando entre sembradíos de zanahorias y de fresas. Corté muchas de éstas y las metí en la mochila.

  Aún no divisaba la estación ni los rieles cuando escuché el inconfundible sonido del tren. Y ¡patas pa’ qué las quiero! La mochila en mi espalda brincaba y brincaba. Más tarde vi que las fresas cosechadas se volvieron mermelada sin azúcar.

  La estación se hallaba prácticamente desierta, salvo por los infaltables vendedores ambulantes. El tren paró. Yo todavía respiraba fuerte. Subí y pagué el boleto al cobrador de a bordo y busqué un lugar para sentarme. Era un tren de segunda, repleto de gente con todo tipo de equipaje: cajas, maletas, baúles y bolsas. Las gallinas no podían faltar para agregarle un toque pintoresco al aroma de por sí enrarecido. Como nadie me dijo que se trataba de un tren de segunda caminé de vagón en vagón hasta que encontré uno casi vacío. Muy bien, aquí me acomodo. Aún no me quitaba la mochila de la espalda cuando dos soldados, de rostro inescrutable, se aproximaron para decir que era el vagón exclusivo del correo. “Ah, disculpen…”.

  Recorrí cada vagón, todos atestados, y llegué al último. Era diferente al resto: no había asientos propiamente dichos, sino mesas comunes y corrientes, aunque sin servicio de cafetería. Todos los pasajeros allí eran hombres; iban medio borrachos o ya hasta las chanclas. Levantaron la vista cuando entré y luego siguieron jugando baraja o dominó y escuchando música de mariachi que alguien había tenido a mal sintonizar en una estación de radio. El olor era insoportable, a cantina de mala muerte. Y ahí voy para atrás, a buscar dónde sentarme.

  Encontré un espacio decente, en un vagón lleno de familias y niños. Éstos correteaban de arriba para abajo, haciendo mucho alboroto. Qué más da, es parte del folclor y su ruido es menos estridente que el del mariachi mal sintonizado en la radio. Al poco rato, el tren paró en una estación llamada Pomoca, que supongo era mayor porque ahí subieron varias mujeres a vender comida. Atrás de ellas iban sus chamacos con las tortillas.

  —¡Mole! ¡Mole! ¿Quién quiere mole? –gritaban ellas.

  —¡Yo! –un viajero levantó la mano.

  —Nosotros también –gritó un padre de familia.

  Olía rico el mole y yo no había comido nada caliente desde la noche anterior. «Yo también», grité. Una mujer se acercó y bajó el enorme cazo que llevaba sobre la cabeza. En un plato de plástico sirvió mi ración, acompañada con arroz.

  —Oiga, seño, ¿no tiene servilletas?

  —Pídaselas a mi chamaco, el que trae las tortillas.

  El niño, chaparrito y descalzo, me dio una hoja de papel estraza y le compré una orden de tortillas. No me dieron cucharita ni tenedor de plástico. ¿Cómo se come el mole así? Observa a los demás, esa es la mejor enseñanza.

  La gente comía su mole con singular gusto. El plato sobre las piernas, una tortilla a la mitad hace las veces de cuchara; la chupan para ¿comer?, ¿beber?, ¿ingerir? el líquido. Luego, con los dedos, se agarra la pieza que le tocó del famélico pollo. Yo hice lo mismo.

  Al terminar de comer limpié mis dedos y palmas de las manos con el pedazo de papel estraza, pero no quedaron muy pulcras que digamos. Mi pantalón y playera estaban un poco salpicados, sin haberme enterado cuándo sucedió. Obvio que con el traqueteo algo de mole se tira y se esparce por doquier. Paramos en la próxima estación y las vendedoras descendieron, con los cazos en sus cabezas, seguidas por la ristra de escuincles. Posiblemente iban a esperar el tren de regreso para volver a su pueblo, salvo que vivieran ahí, claro.

  Todavía con el sabor dulce y picosón en mi boca, me levanté para ir a tirar el plato de plástico a ver en dónde. Mi sorpresa fue mayúscula: ¡todo el vagón estaba manchado de mole! Los vidrios, el piso, los asientos, todo, todo era un verdadero “moledar”, por no decir muladar. Y los pasajeros… como si nada. Las moscas volando por doquier serán siempre una visión inolvidable.

  Aunque el mole sea muy sabroso, cómase donde se coma, ahora me pregunto: ¿no sería que por esa razón el gobierno decidió eliminar el servicio de tren de pasajeros en México?

 

Esta versión recortada del relato fue galardonada con el 2° lugar en el “Concurso Viajeros al Tren”, convocado por Tren a Quequén, Argentina, en 2014.

Alberto Tren Quequen en CUENTOS CONCURSO VIAJEROS AL TREN VOTACION

Cerrados los cómputos para los cuentos más populares en Facebook, el veredicto es el siguiente:
Ganadores: 
1° Premio: dotado de $ 100 y Diploma
Cuento N° 317 Votos 263
Boleto de tren envuelto en una servilleta,
SEUDÓNIMO: Elízabeth Lencina
Autora: María Guerra Alves
La Plata, Pcia de Bs AS

2° Premio: dotado de Diploma
Cuento N° 245 Votos 254
Una comida en el tren, 
Seudónimo: Kárviah
Autor: Homero Adame
San Luis Potosí, México

3° Premio: dotado de Diploma
Cuento: 90 Votos 252
Del lado de la ventanilla
Seudónimo: Nadie
Autor: Pablo Casado 
Necochea, Pcia Bs As.

La entrega de Premios de acuerdo a las bases establecidas se realizarán el domingo 3 de agosto en el CEF de Quequén, Av. 554 y 513.

Los huicholes (1ra parte)

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LOS HUICHOLES (Primera parte)

Relato escrito por Homero Adame y publicado en su libro 14 voces por un real, obra ganadora del Premio “20 de Noviembre” de Narrativa, en 2004.

Yo fui inspector escolar. Tengo más de veinte años de estar jubilado; cuando alcancé ese puesto fue la máxima satisfacción de mi vida profesional. Antes era maestro, primero rural y luego de la ciudad, pero poco a poco fui ascendiendo hasta llegar a ser lo que fui dentro del magisterio.

Nací en Valparaíso, Zacatecas. Mi padre se crió en la hacienda de mi abuelo Sebastián Mendoza, allá por los rumbos de Capistrano, y mi madre es oriunda de Real de Catorce. La Revolución los afectó muchísimo y todos vinieron a menos. Mi abuelo murió en las balaceras y así se perdió la hacienda. Fue entonces cuando mi abuela se mudó a Valparaíso. Por mi lado materno la cosa resultó parecida: mi abuelo Rufino tuvo su mina en Real de Catorce, pero con la debacle se fue a vivir a Zacatecas, abandonando todas sus tierras que para entonces ya no servían para nada. Mi madre creció en Zacatecas y allí conoció a mi padre. Se casaron y vivieron felices en Valparaíso, donde mis hermanos y yo cursamos la escuela. Hice la normal en Zacatecas, pero, como dije, mis primeros trabajos fueron en las áreas rurales del estado. Años después ingresé al sistema federal y me asignaron otros puestos, como ése de inspector, el cual me ofreció la satisfacción de conocer tantos lugares muy remotos fuera de mi estado que, en otras circunstancias, probablemente jamás hubiera visitado.

Cuando uno crece en Valparaíso se acostumbra a ver a los huicholes en sus peregrinaciones rumbo a los territorios de Catorce, en el Altiplano potosino. Desde niños los veíamos pasar, y mi padre nos contaba muchas historias de ellos. Resulta que en años anteriores los huicholes pasaban por la hacienda de mi abuelo, y ahí paraban (no en la casa grande, sino en las tierras), pues mi abuelo los conocía bien y les permitía quedarse junto a los aguajes. A mí no me tocaron esas épocas, sin embargo años después sí me fue posible acercarme a varios grupos de huicholes, ya cuando yo era inspector escolar.

En mis primeros años en ese puesto me asignaron la sierra del Nayar. Iba yo a las escuelitas de poblados como El Ángel, El Pastor, La Ciénega, La Cofradía, Mesa del Nayar, Jesús María, San Juan Peyotán, Nayar e incluso a Santa Teresa, entre otros, donde la mayoría de los habitantes son huicholes de pura sangre. Siempre ha sido difícil entrar allá, los caminos son muy malos y peor aun en aquellos tiempos, con esas terracerías y barrancas de miedo. Regularmente volábamos en una avionetita hasta La Mesa, y de ahí seguíamos por caminos, en jeeps, camionetas o inclusive en lomo de bestias.

Si llegar allá era harto difícil, más dificultoso era ser admitidos por esa etnia porque siempre ha tenido gran recelo contra los blancos, contra «los españoles», como ellos nos llaman. No obstante, yo pronto me identifiqué con ellos y fui ganando su confianza. Los más viejos recordaban las historias de cuando sus antepasados cruzaban por las tierras de mi abuelo Sebastián, a quien le debo el nombre. Así fue cómo me aceptaron. Por los cuentos de mi padre yo sabía que en una ocasión, hace ya muchísimos años, unos huicholes que regresaban de su peregrinación fueron perseguidos por encomenderos «españoles», y mi abuelo los protegió en su hacienda. Desde entonces, con mucha gratitud, nuestro apellido quedó grabado en la memoria de esta gente.

La verdad es que conviví poco con los huicholes porque mis estancias eran muy cortas. Iba a esos poblados dos veces por año, y conforme me fueron viendo más y más, los pobladores terminaron por reconocerme como amigo. Fue precisamente en el pueblito de El Ángel donde hice buena amistad con Camilo, un hombre viejo, serio, delgado, bajo de estatura; de facciones y piel duras, pelo cano y largo, bigote ralo y una incipiente piocha blanca; siempre vestía sus atuendos tradicionales y coloridos de manta bordada, sin faltarle el paliacate. En ese entonces, yo no comprendía bien el modo de pensar de los huicholes, ni sus jerarquías (aunque no puedo presumir de que ahora los entienda), pero poco a poco fui conociendo un poco más de su mundo. Fue así como me percaté de que Camilo era el Maraakáme de su pueblo, algo así como el guía, el chamán, el sabio.

Nunca me tocó participar en alguna de las ceremonias importantes de los huicholes, y mucho menos hacer la peregrinación a los territorios de Catorce que, según entiendo, es todo un reto a la fuerza humana, sin dejar de mencionar cuán maravilloso debe ser el cruzar las sierras para llegar a las llanuras y, finalmente, al desierto, donde vive el hermano mayor de los huicholes: el peyote-venado.

Con Camilo pasé largas noches de plática. Tomábamos café, que yo les llevaba como regalo, comíamos galletas o pan y fumábamos cigarrillos. Al principio me era imposible fumar uno de los cigarros del tabaco de ellos, que le llaman , el cual viene siendo similar al tabaco que nosotros conocemos, pero en realidad es tabaco silvestre, mucho más fuerte que el cultivado. A Camilo tampoco le gustaban mis Baronet o cualquier cigarro con filtro. De todas maneras, después de varias visitas pude fumar ese fuerte tabaco, aunque creo que me provocaba ciertos delirios que, años después con la boga de las drogas, se conocerían como alucinaciones. No creo que el tabaco ése me causara alucinaciones propiamente dichas; pero sí me hacía sentirme un poco difuso, como si mi percepción fuese diferente.

Nuestras charlas no se hacían en privado. No. Siempre había hombres y mujeres alrededor, escuchando las sabias palabras y consejos de Maraakáme, y, por qué no, las historias que yo contaba.

Fue en una de mis últimas visitas, poco antes de que me cambiaran de distrito, al norte de Zacatecas, cuando le pedí a Camilo que me hablara más de su pueblo, de sus tradiciones y costumbres, de sus peregrinaciones a las cercanías de Real de Catorce. Le dije que anhelaba conservar sus narraciones, como recuerdo de nuestra amistad. Él se mostró satisfecho.

Cabe mencionar que hoy en día los huicholes siguen siendo una raza muy cerrada, pese a que cada vez arriban más sociólogos, antropólogos, escritores, sacerdotes, médicos, servidores sociales y curiosos (metafísicos y drogados) a querer avenirse con y hacer estudios de ellos. Pero, de todas formas, aún existen comunidades tan alejadas que poco o nada de contacto tienen con «los españoles», tal como es, o era, el caso de mis amigos en la localidad de El Ángel. Los únicos «españoles» que llegábamos éramos el maestro y yo; raras veces aparecía gente que andaba haciendo censos de población, salud y vivienda. Este alejamiento era para “mantenernos limpios y puros”, según palabras de Camilo. En aquellos tiempos los niños aprendían sus lecciones en castellano, sin embargo ahora ya tienen escuela bilingüe, que siento es lo más adecuado para que no pierdan la esencia de su pueblo, el idioma, el cual los identifica entre sí y mantiene vivas sus tradiciones y creencias.

En fin. Esa noche que me platicó de los viajes a Catorce, yo ya tenía preparado un cuestionario, que se fue modificando conforme avanzó la «entrevista». Eran tiempos cuando uno no contaba con grabadoras portátiles; creo que este relato hubiera salido mejor con una de ésas, pero de todas maneras me gustó mucho entonces y me sigue gustando. Una cosa tengo que decir: aunque la mayoría de los huicholes habla castellano, su dicción no es muy buena que digamos, aparte de que sus enunciados son relativamente cortos. Camilo no fue la excepción, a pesar de a su alto rango. Mas sin embargo, cuando reproduje el cuestionario, yo traté de mantener su narración lo más fidedigna posible, sólo con algunos cambios sin importancia y oraciones más largas para darle concordancia. De igual modo, según entiendo, el lenguaje huichol utiliza apóstrofos para separar palabras, y acentos dobles en algunos casos, pero como no entiendo ese sistema a la perfección, no supe dónde poner los apóstrofos y sólo dejé un acento, en el sitio que se entona la palabra. Ah, también utilicé paréntesis para explicar el significado de algunas palabras o hacer comentarios míos.

Al caer la noche, las remembranzas y el revivir una experiencia mística daba a los huicholes ahí reunidos una expresión de absoluta seriedad. Estábamos todos afuera de una casa típica, una especie de enramada rústica, rectangular, con paredes de adobe y carrizo. Los hombres sentados alrededor del fuego, unos perros echados ahí cerca también; las mujeres, siempre vestidas con sus faldas largas y coloridas, a discreta distancia o adentro de la cocina echando las gordas. La luz de la fogata producía largas sombras, mostraba otros rasgos en los rostros de ellos. Cuando las brasas chisporroteaban, era como si el fuego estuviera vivo. La atención de los escuchas era total. Pero asimismo ellos tienen un gran sentido del humor. ¡Cuánta risa les causó a todos los presentes el percatarse de los garabatos que yo iba escribiendo en mi libretita! ¡No conocían la taquigrafía! Pero me estoy desviando, volvamos a las costumbres de mis anfitriones.

—Dime, Camilo, ¿por qué van ustedes a Catorce?

—¿A dónde?

—A Catorce. La peregrinación que hacen ustedes.

—No, nosotros vamos a Wirikúta, la tierra sagrada de nuestros ancestros.

—¿Desde cuándo hacen esa peregrinación?

—Siempre. Todos los huicholes y nuestros antepasados van a Wirikúta.

—¿Cuántos días les toma para llegar allá?

—Es la cuenta de veinte. Veinte de ida y veinte de regreso, pero hay hermanos que toman más tiempo porque viven más lejos, como los de Mesa, los de Bules, los de Santa Teresa.

—¿Y los que viven más cerca, como los de Tuxpan de Bolaños?

—Viven más cerca, pero llegan en veinte días.

—¿Sabes cuántos kilómetros son de este pueblo hasta allá?

—Sepa… para nosotros son veinte días.

—Mira, según entiendo hay lugares de esta sierra que quedan tan apartados como cuatrocientos o cuatrocientos cincuenta kilómetros hasta el distrito de Catorce, de Wirikúta.

—Ah…

—¿Tienen ustedes una fecha en particular para la peregrinación?

—Vamos siempre después de las lluvias (octubre-noviembre) o al comenzar la primavera.

—¿Nunca van antes o después de esas fechas?

—Nadie hace eso porque tiene que ser en pasando la ceremonia de las nubes (algodón), y la de otoño, cuando los niños, el tepu, el maíz nuevo y las calabazas ya están maduras.

—¿Quién confecciona el tepu? (Tambor chamánico de forma vertical, que se hace con un tronco hueco de encino, que queda abierto en la parte de abajo y cerrado en la de arriba con cuero de venado. Se sostiene sobre tres patas de la misma madera.)

Maraakáme; es el único que lo toca.

—¿Por qué?

—Es la tradición. Él lo hace y él lo toca nomás. Su sonido es como el canto divino que escuchan los dioses; Maraakáme tiene el poder de comunicarse con ellos.

—¿Quiénes van a la peregrinación?

—Puede ir cualquier huichol, pero no todos van en su vida. Los que se quedan comoquiera participan en las ceremonias anuales antes o después del viaje. Unos han ido muchas veces, hasta veinte o treinta, pero la mayoría van nomás una vez en su vida. Los Maraakáme van muchas veces porque son los guías de su pueblo.

—¿Cuántos peregrinos van normalmente?

—No importa el número, pero van siempre los representantes de los espíritus.

—¿Los espíritus? ¿Quiénes son ellos?

Tatewarí (el fuego) es Maraakáme, Teyaupá (el sol), Samúravi (hermano coyote), Tsakaimuka (el que captura al venado), Tatutsí (el bisabuelo), Tatei Utuanaka (diosa del maíz), Xuturi Iwiékame (la madre de los hijos), Wawemé (árbol grande), Rurawémuieka (deidad de las estrellas), Tutú (flor), Eaká tewaeí (deidad del viento). Y muchos más, con sus apelativos.

—¿Siempre son los mismos?

—Pueden ser también otros. Depende de la peregrinación. Maraakáme no sabe. El espíritu le dice en los sueños.

—¿Quién les asigna los nombres? ¿Maraakáme?

Maraakáme tiene la visión del sueño. En el sueño él sabe quién lleva cuál nombre.

—¿Cuál es el principal propósito de esa peregrinación?

—Cada hermano tiene un propósito. Unos van a Wirikúta para cumplir una manda, cuando han pedido salud para ellos y sus familias. Otros van cuando Maraakáme así les pide. Maraakáme va porque quiere ser un buen Maraakáme, y tiene que ir como mínimo cinco veces en su vida, aparte de haberse bañado unas cinco veces, cuando menos, en las aguas del mar.

“La peregrinación nos ayuda a alcanzar lo que queremos: hijos, lluvia, salud, protección contra los brujos y los cielos enojados (relámpagos); también para protegernos de nuestros vecinos malos (mestizos) porque ellos nos roban las tierras, matan nuestros animales y explotan nuestros bosques; matan a nuestros niños, se roban nuestras mujeres. También vamos para ganar visiones bonitas, para oír las voces de los espíritus de nuestros antepasados y que ellos nos den su guía. Pero el principal propósito es que todos queremos ser huicholes de verdad, queremos recobrar nuestra vida.

—¿Recobrar su vida?

—A este mundo todos nosotros llegamos incompletos. Pero después de un viaje a Wirikúta ya quedamos más enteros.

—¿Cómo está eso?

—El espíritu regresa a uno y así nos completamos.

—¿Qué se necesita para ser un Maraakáme?

—Es la responsabilidad más grande que uno tiene. Primero hay que ir al menos cinco veces a Wirikúta para conocer el camino y sus peligros, y siempre demostrar que es un buen conductor de psicopompo (almas) porque hay que guiar a nuestros compañeros por los obstáculos del mundo, por la puerta de las nubes que chocan y llegar a las hermosas montañas sagradas, donde siempre nos esperan nuestros antepasados.

Maraakáme debe también demostrarle a los demás que puede vivir sin agua ni comida, y sin dormir, porque en las noches, cuando todos descansan en círculo alrededor del fuego sagrado, Maraakáme está en vela, vigilando que no lleguen los peligros del mundo y de nuestros enemigos, y sorprendan a todos dormidos y acaben con ellos.

—Dime, ¿cualquiera puede ser un Maraakáme, yo, por ejemplo?

—No, maestro. A Maraakáme lo designa el poder del espíritu del hermano mayor. Usted no puede llegar a ser Maraakáme porque usted es «español». Con decirle que ni siquiera nuestras mujeres pueden llegar a convertirse en Maraakáme porque eso es nomás para los hombres. Algunas huicholas alcanzan poderes muy importantes, pero nunca son guías de un pueblo.

—¿De quién aprende un Maraakáme?

—De otro Maraakáme, pero más que nada de la experiencia que da la vida y los viajes, que nos hacen quedar completos como humanos y como espíritus. El Maraakáme viejo nos enseña los cuentos de nuestros antepasados, nuestra historia, que luego uno platica a los demás. También aprendemos de él todos los detalles de cada ritual en los lugares sagrados de la ruta, pero más importante en el país del híkuri (peyote). Maraakáme debe ver con el ojo del espíritu porque sólo así uno reconoce las huellas del híkuri-venado y ve el alma de Wawatsári (hermano mayor, el venado principal) salir de su cuerpo cuando uno lo mata con las flechas. El alma de Wawatsári es muy hermosa, muy brillante, más hermosa que el arco iris de la lluvia en el cielo.

—Aparte del Maraakáme, ¿quién más puede ir a una peregrinación?

—Puede ir cualquier huichol. Hombres, mujeres y niños.

—¿También los niños?

—Ellos son matewáme (novicios) y necesitan conocer lo hermoso de nuestra vida, la belleza de nuestras tierras y las penas del recorrido por este mundo.

—Pero ¿no es muy duro para ellos?

—Es duro para todos el viaje a Wirikúta. Pero los matewáme tienen que sufrir como todos hemos sufrido. Cuando nuestra carne sufre, el espíritu se hace fuerte contra los conjuros de los brujos malos.

—¿Qué tienen que hacer todos para ir al viaje?

—Todos primero tienen que juntar las ofrendas que van a llevar a Wirikúta, al viaje, porque las ofrendas las vamos dejando por ahí. Aquí en el rancho todos dejan las ofrendas en kalíwei (el templo) hasta que sea la hora de irnos. Pero antes de esto nadie debe tocar sal, ni chile ni tomar cerveza. Nomás pueden comer tortillas duras y tomar muy poquita agua. Cuando todos estamos listos, empezamos el viaje.

—¿Por cuánto tiempo hacen este ayuno?

—Días antes del viaje y luego durante el camino de ida, hasta que Maraakáme ordena lo contrario.

Camilo relató todos los detalles iniciales de la peregrinación, desde que salen de El Ángel, cruzan las serranías, las cañadas, los ríos, pasan por las antiguas tierras de mi abuelo, luego a un lado de Valparaíso, siempre sin detenerse, hasta llegar a Zacatecas, donde empiezan las ceremonias previas a entrar al país del peyote. Luego continuó:

—A mitad de viaje, después de Zacatecas, la primera puerta tenemos que cruzar, la de la entrada a las nubes, y luego la segunda, donde las nubes se abren. De ahí pasamos a la «vagina» y después a donde las nubes chocan. Son pasos llenos de peligros, donde la muerte puede alcanzarnos. Gracias a Káuyúmari (el espíritu auxiliador del venado) nadie sufre ningún daño. La puerta donde las nubes chocan es la peor de todas, pero si logramos cruzarla, entonces podemos entrar a Tatéi Matiniéri (los sagrados manantiales de la fertilidad), donde vive nuestra madre. Ésa es la casa de la madre lluvia en donde sale el sol. Desde ahí nos vamos derechito a Wirikúta, para ser recibidos por Niwetúka me (la gran madre de todos los niños), y ella nos entrega el kupúri (alma, la fuerza vital que da la vida).

Maraakáme es siempre el primero en cruzar las puertas. Cuando pasa la última, deja su arco y sus flechas atravesadas sobre el takwátsi (canasta de chamán donde se guardan los instrumentos ceremoniales y una jícara) apuntando hacia la salida del sol, rumbo a Wirikúta, porque hay que señalar el camino. Pero primero, en esa puerta donde las nubes chocan, Maraakáme adelanta el pie, levanta el arco y camina de frente, mientras pone su boca en el arco y golpea la cuerda con una flecha. Luego agradece a Kauyúmari por detener la puerta con sus cuernos para que todos pasen lo más rápido posible.

14 voces por un real, Libro de Homero Adamede Homero Adame, fue el libro ganador del “Premio 20 de Noviembre”, en narrativa – 2004. Fue editado por la Mtra. Déborah Chenillo Alazraki y publicado por Verdehalago y Secretaría de Cultura de San Luis Potosí. México, D. F. 2007.

El libro se puede conseguir en librerías de San Luis Potosí, en el Centro Cultural de Real de Catorce y a través de este medio.

Puedes seguir leyendo el resto de este relato en el siguiente enlace: Los huicholes (2da parte).

Nota: la imagen superior fue tomada del muro de Real de Catorce Mágico en Facebook.

¿Buscas más leyendas indígenas mexicanas? Sigue este enlace:

«14 voces por un real» – Obra de Homero Adame

La construcción social de la “real”(idad):

Un pueblo visto por la polifonía de catorce voces

Dra. Pat Grounds

Cada cabeza es un mundo, y es la voz la que lo expresa. Adame encuentra la manera de entrar en 14 mundos distintos que se viven de forma paralela en un mismo contexto físico.

En muchas ocasiones, los premios literarios estatales no trascienden sus fronteras cuando se publican y por ello es difícil que un buen libro reciba la difusión que merece. Me temo que este pudiera ser el caso de 14 voces por un real, obra ganadora del Premio 20 de Noviembre, “Manuel José Othón” de narrativa, 2004, convocado por la Secretaría de Cultura de San Luis Potosí. Dicho libro demoró no menos de tres años en salir de la imprenta, pero ya está en las librerías y esto es para celebrarse porque se trata de una obra única por la polifonía del estilo narrativo. Está compuesta por las voces de 14 personajes diferentes que nada tienen que ver entre sí, pero comparten con el lector sus experiencias, sentimientos o puntos de vista idiosincrásicos sobre Real de Catorce que, en todo caso, constituye el “personaje” o tema central del libro.

Lo que hace de 14 voces por un real una obra única es la manera en la cual cada capítulo está expresado por un personaje, o sea una voz distinta, y al leerlos llegamos a ver a Real de Catorce a través de las visiones socio-culturales de cada uno de ellos. De la misma manera, llegamos a sentir y a conocer con lujo de detalle a los 14 personajes por medio del estilo del discurso narrativo que los caracteriza. En ocasiones, más que leer en realidad “escuchamos” el acento, el tono de voz del personaje respectivo, y entramos en su pequeño mundo gracias a la autenticidad del lenguaje mediante el cual lo llegamos a “conocer”. Con esta técnica, el libro adquiere una polifonía poco usual y muy bien lograda en la mayoría de los casos. Para ello, es de suponerse que su autor, Homero Adame, invirtió mucho tiempo recorriendo las callejuelas de Real de Catorce, observando los vaivenes del pueblo en sí, hablando con la gente, escuchándola no solo con sus oídos de investigador sino también con su corazón de amante de esos territorios, aprendiendo como antropólogo/sociólogo y también como hermano un sinfín de detalles sobre la vida real de Real.

Homero Adame, reciente ganador del Premio Mito, cuento y leyenda “Andrés Henestrosa” 2007 por su libro Mitos y leyendas de huachichiles, explorador, viajero incansable y colaborador de la revista México Desconocido, demuestra en este libro que sabe observar y escuchar a la gente y recrear sus formas de expresarse a través de la ficción, siendo 14 voces por un real su primera obra publicada en este género. Como investigador de la tradición oral que es, Adame ha publicado varios libros de leyendas, de tradiciones y costumbres de San Luis Potosí, donde actualmente radica; del estado de Nuevo León, la tierra donde creció, y también del Noreste de México, donde realiza gran cantidad de sus investigaciones.

La voz de una fotógrafa, escrita a manera de diario, es la que abre 14 voces por un real. A través de su “lente” o de sus ojos de fotógrafo, ella nos ofrece una perspectiva sumamente detallada sobre las características de la arquitectura y de las rutinas de quienes habitan este mítico pueblo del Altiplano potosino. Inmediatamente después, “escuchamos” al peregrino, quien nos cuenta, con su propio estilo vernáculo rural, sobre las fiestas del 4 de octubre, dedicadas a San Francisco, a las cuales asiste año con año. Nos enternece con su descripción de algunos eventos de su vida personal, que hace que participe, sin falta, en la multitudinaria peregrinación anual. Enseguida es el turno del comerciante, cuyo relato nos hace ver cómo se puede vivir o se sobrevivir en este pueblo. Después viene un relato relativamente prosaico, contado por la hipiteka. Nos impacta su manera de hablar, que consta de una especie de stream of consiousness, utilizando verborrea y lenguaje común entre gente con imaginación prendida pero sin capacitación intelectual para concretizar sus pensamientos o seguir un tren de pensamiento lógico. ¿Está bajo la influencia de algún estimulante narcótico? Habrá que leerlo para juzgar y, a través de su estilo idiosincrásico de expresarse, nos permite entrever una visión de la vida comercial de pequeña escala, desde otra perspectiva y para otro tipo de clientela que la del comerciante.

Y así los siguientes relatos nos brindan aspectos diferentes de un mismo lugar, como por ejemplo el de los huicholes, quienes en realidad no visitan el pueblo en sí, pero sí los territorios de ese árido municipio durante sus misteriosas peregrinaciones a Wirikúta, su tierra sagrada. Cabe mencionar que esta narración rompe totalmente con el típico esquema de estudio sociológico o antropológico para con los indígenas, ya que el autor la ha logrado con una visión de ellos a través de técnicas literarias, utilizando diálogos y vocablos huicholes, demostrando una vez más la profundidad de la investigación que llevó a cabo. No falta la visión hasta de unos extranjeros, una pareja de gringos lindos y sencillos, quienes por medio de su español entrecortado, exponen su asombro y su encanto por este lugar que bien podría ser un centro turístico, según ellos, con un poco de inversión y visión de los inversionistas y pobladores. Sin embargo, e impactante como punto de vista contrastante, la corredora mexicana de bienes raíces después afirma, a raíz de sus propias experiencias profesionales y personales, que Real de Catorce no es de ninguna manera un buen lugar para invertir, sino todo lo contrario.

A través de su estilo de narrar muy coloquial, también disfrutamos las aventuras y desventuras de unos buscatesoros. Asimismo, una lugareña, ya anciana, cuenta cómo ha transcurrido su vida en ese poblado y explica cómo ella misma sigue enterándose de todo lo que sucede en el devenir cotidiano. Después, con otro tono y con lenguaje del siglo XVII o del XVIII, leemos la contribución insólita de un ánima en pena. Provocando lástima en el lector, dicha ánima pinta con su voz anticuada y anacrónica cómo fue la vida en el Real durante sus años de bonanza y grandeza. Más adelante, el sacerdote nos ofrece una visión muy sui generis de la vida religiosa en el pueblo y, verdaderamente, las imágenes de sus rutinas son de letargo y aburrimiento. Cabe mencionar que éste es, desde mi punto de vista, el relato más débil de todos, por su falta de sustancia y bajo nivel de detalle. Podemos imaginar que el autor no conoce bien el medio de los clérigos de los pueblos pequeños mexicanos, o bien, no recolectó suficientes datos para redondear completamente al personaje. A falta de información, quizás en vez del sacerdote aquí hubiera sido más interesante leer el relato de un narrador de leyendas, por ejemplo, área muy conocida y vivida por el mismo Homero Adame.

El capítulo dedicado al político es muy vivaz y al leerlo podemos imaginarnos claramente a los tres amigos hablando sobre un tema que es voz de todos aunque no todos lo conozcan a fondo. Así podemos llegar a entender mejor que las “grillas” y los favores políticos en los pueblos son muy distintos a los que se conocen en las ciudades. Los comentarios de los amigos evocan aquella reciente y exitosa película La ley de Herodes, representación del séptimo arte del mismo tipo de ambiente.

Antes de concluir, la historiadora nos ofrece una relación exhaustiva de la historia de Real de Catorce (a ella no le gusta ese lugar por varias razones que también explica concienzudamente). Y para cerrar los relatos con broche de oro, escuchamos por fin la voz del escritor, expresado en un estilo más intelectual y analítico, quien primero nos da su punto de vista sobre lo que para él significa Real de Catorce en la actualidad para finalmente hacer un resumen que bien podría haber servido como prólogo del libro.

Por último, 14 voces por un real nos entrega “Un real”, breve capítulo estadístico sobre la geografía, demografía, clima, flora, fauna, etc., de esta región en el Altiplano que en años recientes ha adquirido una mística muy propia entre ciertos segmentos de la población mexicana. Este capítulo o sección contrasta e impacta al lector, pues nos lleva a preguntar si las percepciones de los personajes no nos dan una visión mucho más clara de lo que es Real que estos datos duros. Si la realidad es de hecho una construcción social, como explican, por ejemplo, Berger y Luckmann (1966), la respuesta es obvia.

14 voces por un real, según lo ha expresado Homero Adame en algunas entrevistas de radio y en las presentaciones de este libro, es un juego de palabras: “Si tú me das un real, yo te doy 14 voces”. Pero como el real dejó de ser moneda de circulación a partir de 1854, es difícil conseguir uno para comprar una copia de este libro. Sin embargo, ese “real” se convirtió en el último capítulo que, sin ser una voz per se, da un cierre magistral y muy profesional a la obra.

Libro de Homero Adame

14 voces por un real

Homero Adame

Premio «20 de Noviembre» en narrativa 2004

Verdehalago y Secretaría de Cultura. 2007

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Para leer extractos de las catorce voces sigan este enlace:

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