Historias del desierto de HA parte 4



EL AHUICHOTE
Motivo inédito de mitología
Leyenda recopilada en el Altiplano potosino y explicada por Homero Adame
En muchos pueblos del Altiplano (región desértica del centro-norte de México) se cuentan historias sobre la existencia del ahuichote (también referido como “agüichote”, “ahuizote” o “güichote”), un animal o espíritu que vaticina una muerte inminente. De mitología mexicana sabemos que el ahuizotl, un motivo proveniente del folklor azteca, es un extraño animal acuático del tamaño de un perro, con patas de chango y cola larga que en cualquier lago jala a un ser humano a aguas profundas donde, después de ahogarlo, le come los ojos, los dientes y las uñas.
El ahuichote referido en el Altiplano potosino (como en este ejemplo) nada tiene que ver con la definición azteca y lo más probable es que se trate de una reminiscencia del cuasi perdido conocimiento de los huachichiles, pues entre las creencias de la gente del Altiplano el ahuichote es un mensajero de la Muerte, cuyo aullido es muy parecido al de un coyote. Sin duda aquí tenemos un motivo de folklor hasta hoy inédito que debería ser incluido en los tratados de mitología universal.
Otra versión de este relato fue publicada en el libro Creencias, mitos y leyendas de animales en el Altiplano, de Homero Adame, (Secretaría de Cultura de San Luis Potosí; Dirección de Publicaciones y Literatura 2015). En dicha obra el autor nos ofrece un singular tratado de antropología del centro-norte de México al enfocarse en un aspecto muy específico del folclor: las creencias y supersticiones que existen sobre animales, pero en este caso narradas como leyenda, en muchos casos. Al final de cada uno de los 57 relatos que contiene el libro, Homero Adame añade dos apartados: un comentario sobre el animal o insecto como motivo de leyenda o del folclor universal y la ubicación geográfica y el contexto histórico del lugar donde recopiló esos relatos.
SAN JOSÉ, PROTECTOR DE SUS DEVOTOS
Leyenda de Villa Hidalgo, SLP
Entre los relatos que por aquí se escuchan, existen desde luego también los que refieren hechos milagrosos del santo patrono del pueblo, el Sr. San José, quien sabido de que muchos seres humanos en algunos casos pueden recuperar su salud, pero en otras ocasiones son definitivamente llamados a la presencia de Dios, se esmera en que por lo menos todo aquel que ha mantenido su fe y su devoción en él, no deje este mundo sin el auxilio de un sacerdote.
Corrían así los años cuando Villa Hidalgo era aún vicaría de la parroquia de Armadillo, que lo siguió siendo hasta 1906. El señor Carlos Martínez, fiel devoto de San José y compadre del párroco del Armadillo, se hallaba muy enfermo y ya en agonía; lo único que podía dar el consuelo a su familia y al enfermo mismo era que por lo menos pudiese recibir el sacramento de la extremaunción, cosa que parecía imposible, pues las fuerzas del enfermo comenzaban a flaquear y traer al párroco desde El Armadillo significaba una jornada a caballo durante la noche y el retorno hasta el día siguiente, con la posibilidad, además, de que el párroco anduviera cumpliendo con su ministerio por otro rumbo de su extensa parroquia y no pudiera atender de inmediato aquel llamado. Simple y sencillamente todo indicaba a que el enfermo se iba de este mundo sin aquel auxilio tan reconfortante para él como para los que aquí se quedaban rogando por su alma.
De pronto se escucharon unos toquidos en la pequeña ventana de madera de mezquite de la casa del enfermo. Era el sacerdote que llegaba directo desde El Armadillo, tras haber sido avisado por un humilde hombre de barba y sombrero, de las condiciones en que se hallaba su compadre. Los de la casa se preguntaban quién pudo haber sido aquel hombre que avisó al sacerdote en tan corto tiempo, simplemente a nadie se le había pedido o encomendado aquello, mucho menos a alguien desconocido, pues el párroco conocía a todos sus feligreses y aunque el rostro de aquel hombre que desapareció en cuanto le comunicó la noticia que llevaba, le parecía familiar y le inspiraba confianza, simple y sencillamente estaba seguro que jamás lo había visto por estos rumbos. Únicamente recordó su apacible voz y la humilde vestimenta en inusuales colores amarillo y verde. Fue entonces que vino a su memoria el rostro de la imagen frente a la cual tantas veces había orado durante sus visitas a la capilla de San José de Picachos.
Esta leyenda fue publicada en el libro Picachos, Villa Hidalgo, S.L.P. Monografía y recuerdos, de José Rafael Barboza Gudiño. Universidad Autónoma de San Luis Potosí. SLP. 2011.
Se ha publicado en este blog con autorización del autor.
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EL POZO DEL ÁRABE
Leyenda de Villa Hidalgo, SLP
Cuentan los que transitan de Villa Hidalgo al Ejido Veinte de Noviembre o al Valle de San Juan, por necesidad o por andar de más en tertulias a las altas horas de la noche, que al aproximarse al cruce de la vía del ferrocarril México-Tampico, entre El Colorado y dicho cruce, se escuchan ruidos y lamentos. Los lamentos provienen de un viejo pozo que se encuentra a unas decenas de metros al sur del camino, hoy día escondido entre los matorrales que ya han crecido hasta encima de las viejas tapias de piedra, en lo que eran atarjeas y una pileta. Allí quedó sepultado un árabe que mercaba ropa y diversos productos en las rancherías de la región, viajaba siempre con el tren. En la estación del pozo abordó el tren que lo condujo al más allá, cuando fue asesinado y arrojado al fondo de esta noria. Si el motivo de este crimen fue sólo el robo o si existió de por medio algún otro agravio, nunca se supo; tampoco se llegó a conocer con certeza quién o quiénes le dieron muerte. Esto ocurrió allá por los años cuarentas y horrible habrá sido su muerte o muchos los pendientes que dejó en esta vida, ya que se resiste a descansar en paz y sigue penando en ese lugar. Lugar que impone y transmite extrañas vibraciones aún sin que se dejen escuchar los lamentos, pues debo relatar aquí que cuando he visitado este sitio con mi caballo, éste se resiste a acercarse y se trata de alejar lo más pronto posible.
Y que me dicen de la Mesa de Chagoya, que está por el mismo rumbo, cruzando las vías. Allí, según relatan los que han vivido esta experiencia, se escuchan gritos, correr de caballos y hasta los plomazos. Este es el sitio, según dicen, de otro fabuloso tesoro enterrado. Vaya ruta por la que transitan los amigos del Veinte de Noviembre a pie o en bicicleta, o los que en bestia se trasladan con el rumbo de Tanque de Luna o Presita de la Cruz.
Esta leyenda fue publicada en el libro Picachos, Villa Hidalgo, S.L.P. Monografía y recuerdos, de José Rafael Barboza Gudiño. Universidad Autónoma de San Luis Potosí. SLP. 2011.
Se ha publicado en este blog con autorización del autor.
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EL JERGAS
Leyenda de Villa de La Paz, San Luis Potosí
Cuentan que en Villa de La Paz a un minero como de unos 45 o 50 años aproximadamente le salió el Jergas una vez que bajó a la mina. El señor era una persona normal y, supuestamente, desde entonces tiene unos comportamientos diferentes, traumas y problemas psicológicos. Todo mundo lo conoce, es un personaje típico del pueblo y se volvió así por la impresión de haber visto al Jergas. Desde que eso le ocurrió el hombre quedó muy traumado y ya nunca volvió a trabajar en las minas; ni siquiera volvió a bajar a una mina y eso que en aquel tiempo toda la gente de Villa trabajaba en la minería. En cambio, este señor mejor se dedicó a la agricultura pero cada vez más fue perdiendo el sentido de la realidad.
Él platica que cuando le salió el Jergas se asustó y salió corriendo de la mina de Dolores; se salió corriendo y no paró de recorrer hasta que llegó a Matehuala. En otras palabras, en ese momento que se le apareció el Jergas no supo qué hacer y desesperadamente mejor corrió.
La mina de Dolores, en el Cerro del Fraile, es más antigua que la de Cobriza y, según las pláticas, en la de Dolores es donde más han visto al Jergas. Muchos creen que esto es meramente como pláticas de mineros o una leyenda, pero sí fue cierto que a este minero se le apareció el Jergas en la mina de Dolores.
Hay que recordar, sin embargo, que unos que dicen que el Jergas ayuda a los mineros cuando se encuentran en peligro, pero también de repente hace travesuras o asusta a los mineros, saliendo como espanto, y así es como le salió a aquel señor que se traumó.
Esta leyenda, recreada por Homero Adame, fue publicada en la plaquette Leyendas del Festival del Desierto, en la colección “Cantera la Voz”, como parte del programa de Fomento a la Lectura durante la Feria del Libro de Matehuala, 2005.
Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado. San Luis Potosí. 2005
Edición: Mtra. Déborah Chenillo Alazraki
Diseño: Beatriz Gaytán Reyes.
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ISIDRÓN
Leyenda de Villa Hidalgo, SLP
Debió de haber sucedido en fecha posterior a 1615, fecha en que ocurrió el descubrimiento del mineral de San Pedro de Guadalcázar y más probablemente alrededor del año 1756, año en el que en ese lugar se estableció la Real Caja por el Marqués de Las Amarillas (1), cuando transitaban por territorio del actual municipio de Villa Hidalgo arrieros y diligencias con cargamentos de diversos productos que mercaban entre los colonos que habitaban los escasos asentamientos humanos de la región, volviendo a la ciudad con los productos de estas tierras un tanto inhóspitas pero a la vez muy ricas.
De especial valor eran los minerales que en forma semi concentrada o en algunos casos ya como producto metálico en barra o en moneda, eran también transportados hacia la ciudad de San Luis Potosí, por lo que no podía faltar el vival que encontrara más atractivo el asecho a los cargamentos que transitaban por los polvorientos caminos que la búsqueda de las vetas y su posterior extracción a pico y pala desde las entrañas de las prominentes sierras de Charcas, Catorce, Salinas, San Pedro y Guadalcázar. Desde esta última era paso obligado hacia la capital el valle actualmente conocido como de Villa Hidalgo o de Peotillos. Al aproximarse a los picachos y lomeríos en donde hoy día se encuentra Villa Hidalgo, la adrenalina de los que por allí transitaban fluía por todo el cuerpo, el corazón se aceleraba y el sudor de la frente era helado, los arrieros trataban de descubrir todo ruido, todo movimiento, todo objeto extraño que les pudiese avisar, no sé ni con qué fin, de algo que sería inevitable, una vez que se apersonara frente a ellos Isidrón y su gavilla de bandoleros.
Isidro Portocarrero, conocido como Isidrón por su corpulencia, con más de dos metros de estatura y poderosos músculos, era uno de esos rebeldes con espíritu de líderes y sin una causa, o quizá había hecho de él todas las causas que en este mundo incitan a la rebelión a quienes poseen ímpetus de guerreros y sentido de justicia y libertad, a quienes buscando la justicia misma son señalados como villanos por los supuestos ciudadanos honorables y no encuentran como seguidores más que a prófugos, a las “lacras” de la sociedad, a los que no reciben otra oportunidad de reivindicación. Isidrón confirmó así una vez más esta tesis, pasando de ser uno de esos ilusos nobles, al temido salteador de caminos, seguido por una horda de bandoleros que se apoderaban de todas las riquezas que podían cuando interceptaban cualquier cargamento. Su trayectoria fue tal vez efímera por esta vida, sus gritos y los de su gavilla se escucharon tal vez sólo por algunos años entre los montes de esta región, no así el eco de sus hazañas legendarias, que aún se sigue escuchando y más aún si tales hazañas han despertado la curiosidad y difícilmente no, también la codicia de los que ahora se preguntan, ¿qué pasó con las riquezas acumuladas durante ese tiempo?, Si a los bandoleros poco se les podía ver por las ciudades y no eran capaces de gastar esas riquezas y no hay noticias de que hayan sido recuperadas, ¿en dónde quedaron?
Cuentan que en tiempos más recientes, paseantes que caminan por las laderas del llamado Cerro Grande, el mayor de los picachos que rodean a la cabecera municipal de Villa Hidalgo, han descubierto entre los nopales de tapona que se extienden alcanzando poca altura, no mayor de un metro, una cueva cuya entrada está sellada por una pesada losa con una argolla, sin embargo, cuando deciden ir a buscar ayuda para remover la losa, regresan y encuentran la nopalera descrita, mas no así la mencionada losa. Otros han logrado correr un poco la losa y han logrado ver las riquezas que yacen bajo de la misma, en el interior de la cueva, sin embargo, es tal su miedo que deciden llamar a otros más para abrir por completo la cueva y penetrar en ella sin dar más con la misma a su retorno. ¿De qué encantamiento se trata?, ¿será el valor que flaquea siempre en los momentos decisivos, cuando las cosas están a nuestro alcance y no las tomamos por miedo?, ¿será la codicia la que nos hace ver sólo por momentos cosas que no existen? Miedo y codicia, dos debilidades del ser humano que frecuentemente nos mal aconsejan.
*Montejano y Aguiñaga, R., 1994. La Minería en San Luis Potosí. Archivo Histórico del Estado de San Luis Potosí, 61 p.
Esta leyenda fue publicada en el libro Picachos, Villa Hidalgo, S.L.P. Monografía y recuerdos, de José Rafael Barboza Gudiño. Universidad Autónoma de San Luis Potosí. SLP. 2011.
Se ha publicado en este blog con autorización del autor.
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Miércoles 3
Salimos bien temprano rumbo a Real de Catorce. La mayor parte del trayecto es largo, recto y tedioso. Dormité hasta San Luis. El resto del camino platicamos bastante. Paramos a cargar gasolina en Matehuala y comimos unas enchiladas potosinas. Muy buenas. Adelante de Cedral me llamó la atención el camino empedrado. Un autobús estaba descompuesto, con el eje roto de una llanta.
—Áaamonoos. Destino Real de Catorce. ¡Última parada en Cedral! –grita a todo pulmón el conductor del autobús que puntual cada año hace el mismo viaje repleto de peregrinos.
—Siempre igual. A este chofer lo conozco de hace muncho tiempo y grita igualito cuando nos lleva al Real de Catorce –dice un pasajero a su compañero de asiento–. Usté es nuevo, ¿vedá? Sí, me lo afiguraba. Yo tengo más de una docena de años de hacer este viaje y nunca lo he vido antes.
Van dos hombres sentados uno al lado del otro. El primero tiene como setenta años de edad, es bajito de estatura, de piel morena, curtida por el sol y cabello entrecano; viste ropa de mezclilla desgastada, con chamarra gruesa, sombrero y huaraches. El otro es un hombre de unos cuarenta y cinco años, moreno también, pero más alto; viste ropa moderna y de colores: chaqueta verde, camisa amarilla, pantalones azul marino y tenis.
Desde que tengo uso de razón he vivido en este medio. Mis padres eran vendedores ambulantes que instalaban su puesto en el lugar de ocasión: Días de Muertos, Chalma, San Juan de los Lagos, Plateros, la Villa de Guadalupe y en las ferias de los pueblos. Yo y mis hermanos crecimos entre cajas y productos; durmiendo casi a la intemperie. No, no fui a la escuela, con eso de que siempre andábamos de un lugar a otro, pos era difícil, ¿no?
La vida de vendedor es bien canija, pero es lo que sé hacer mejor. Yo fui el único que seguí con esto. Éramos nueve hermanos, pero sólo cinco llegamos a mayores. Dos hermanas se casaron, un hermano se fue pa’l otro lado y otro le ayuda a mi jefe ahí de repente, desde que mi madrecita faltó. Yo me independicé.
Qué te diré… uh Real de Catorce… qué buena onda. Este lugar es mágico único místico está lleno de buenas vibras y gente va y gente viene cada quien metido en su rollo. Pero son pocos los que traen buena onda los que tiran buena vibra los que quieren descubrir el significado del universo y de la vida.
Te diré que yo nací en un pueblito de provincia pero crecí en el De Efe con eso que mi jefe agarró una buena chamba allá y se llevó a toda la familia. Así que terminé haciendo la secundaria y la prepa en un ambiente bien prendido pues los cuates traían su reve buena onda y me hice con ellos.
Yo fui inspector escolar. Tengo más de veinte años de estar jubilado; cuando alcancé ese puesto fue la máxima satisfacción de mi vida profesional. Antes era maestro, primero rural y luego de la ciudad, pero poco a poco fui ascendiendo hasta llegar a ser lo que fui dentro del magisterio.
Nací en Valparaíso, Zacatecas. Mi padre se crió en la hacienda de mi abuelo Sebastián Mendoza, allá por los rumbos de Capistrano, y mi madre es oriunda de Real de Catorce. La Revolución los afectó muchísimo y todos vinieron a menos. Mi abuelo murió en las balaceras y así se perdió la hacienda. Fue entonces cuando mi abuela se mudó a Valparaíso. Por mi lado materno la cosa resultó parecida: mi abuelo Rufino tuvo su mina en Real de Catorce, pero con la debacle se fue a vivir a Zacatecas, abandonando todas sus tierras que para entonces ya no servían para nada. Mi madre creció en Zacatecas y allí conoció a mi padre. Se casaron y vivieron felices en Valparaíso, donde mis hermanos y yo cursamos la escuela. Hice la normal en Zacatecas, pero, como dije, mis primeros trabajos fueron en las áreas rurales del estado. Años después ingresé al sistema federal y me asignaron otros puestos, como ése de inspector, el cual me ofreció la satisfacción de conocer tantos lugares muy remotos fuera de mi estado que, en otras circunstancias, probablemente jamás hubiera visitado.
Cuando uno crece en Valparaíso se acostumbra a ver a los huicholes en sus peregrinaciones rumbo a los territorios de Catorce, en el Altiplano potosino.
Lentamente un coche viene subiendo el camino empedrado de La Luz a Real de Catorce. Es un auto gris, bajito, cuyo mofle roza las piedras grandes o altas. Al dar la vuelta en la última curva, un grupo de chamacos –improvisados y ocasionales vendedores– corren hacia ellos con bolsas en sus manos.
—Quiotes. Quiotes. Cómpreme unos quiotes –le dicen al conductor, quien sólo mueve su cabeza en sentido de negación.
—Tunas, señor. Tunas. Ándele, cómpreme unas. Están a cinco pesos la bolsita –grita otro niño, casi pegado al vidrio.
Los tripulantes del automóvil, una joven pareja de turistas norteamericanos, se miran entre sí conforme avanzan a paso más lento. Se aproximan a la entrada del túnel. Un hombre les hace la señal para que se detengan; están en Dolores Trompeta.
Si hay algo que detesto es Real de Catorce. Desde que mi esposo se empecinó en invertir en ese maldito villorrio, el negocio se nos fue a pique. Siempre me dio mala espina, pero Jaime nunca me hizo caso.
—No te apures, Cristina –me dijo un día–, es una excelente oportunidad. Ya verás el negociazo que vamos a hacer.
En 1975 empezamos juntos una compañía de bienes raíces y nos enfocamos en San Luis, porque de aquí somos los dos. Mi padre nos prestó el capital inicial y arrancamos con buenos augurios. Todo principio es difícil, sin embargo la bonanza del tiempo de López Portillo nos benefició sobremanera. Para finales de esa época, nuestra empresa ya era más que respetable. Comprábamos terrenos o casas en mal estado y las remodelábamos para luego venderlas con jugosos dividendos. Construimos nuestra propia residencia y seguimos creciendo. Fue cuando Jaime se obsesionó con Real de Catorce.
—Órale, compadre, anímate. ¿Qué te cuesta? Quién quite y encontremos algo bueno.
—No’mbre, pa’ qué te haces ilusiones. Pa’ cuando tú vas yo ya vengo. Ya te lo he dicho: allí no hay nada.
—¿Cómo que no va haber, compadre? Fue un pueblo rico. Minas, casa de moneda, haciendas; plata de a montones… de la que sí valía.
Hay segmentos de la población cuyos horizontes no llegan más allá de los límites de su entorno porque nunca han salido de él. Los casos se pueden contar por millones, principalmente entre las mujeres quienes, por tradición cultural, suelen permanecer en un mismo lugar a lo largo de su existencia. Los hombres, por el contrario, son más trashumantes debido a que muchas veces se ven obligados a emigrar para poder ganarse el sustento y con ello mantener a sus familias.
Doña Glafira es una mujer de aproximadamente 85 años, obesa, de baja estatura y de piel morena, quien no conoce más que Real de Catorce; sólo algunas partes de Real de Catorce, para ser precisos.
—Aquí nací, aquí me crié y aquí me van enterrar porque ya estoy muy vieja y no tengo a dónde ir –dice ella con voz apagada.
Muchos años ha esta ciudad viome llegar. Era una época de gran abundancia, cuando la riqueza subía como la espuma de un buen vino francés. Solo no llegué, no. Éramos tres amigos que asaz arrebatados por la fiebre de la plata, una mañana nuestros enseres empacamos y a buscar fortuna nos fuimos. Dicen que antes era más fácil hacerse rico que ahora, empero eso depende de un golpe de suerte. Y a nosotros nos cayó; a cada cual de diferente manera.
Mas no, yo ya no moro aquí. No recuerdo exactamente cuándo me largué como alma perseguida por Satán. Ah, lo bueno es que me fui. Épocas azarosas eran, cuando la opulencia con el derrumbe se desvaneció. Obstinado como pocos, quise quedarme, mas al momento en el cual ya ni los fantasmas mismos en camposanto rondaban, ni en las callejuelas empinadas para asomarse por las ventanas ya rotas, ni por las puertas resquebrajadas para a algún persignado asustar, entendí que mi tiempo había terminado.
—Sí, hija, que te vaya bien, y mándame a ese chamaco tuyo. Ya va a estar listo para su primera comunión.
—No se apure, padre, yo lo mando mañana mismo. Muchas gracias por todo.
—No hay de qué. Todo va a salir bien, ya verás. La fe mueve montañas; no lo olvides.
Así despidió el sacerdote Valtierra, párroco de Real de Catorce, a la última persona que esperaba la confesión esa mañana. Al advertir que no había nadie más haciendo fila, se quitó la estola de dos caras –blanca y morada–, la colgó en el confesionario y se dirigió a la sacristía. A esa hora no hay gente en el templo, y es cuando él se puede tomar su tiempo libre.
—Íralo, ai va Nivardo, quesque ya le dijeron qu’él va ser el alcalde.
—Muchacho engreído éste, igual que su apá.
—Y su güelo también.
—Oye, ¿tú crees qu’es el güeno?
—Pos sabe. Ya ves cómo se las gastan esas gentes.
—Pero ‘stá muy leido.
—Eso sí. No hay munchos jóvenes estudiaos aquí.
—Pero son de mala sangre. Se sienten muy anchos…
—Ándale, anímate, tú puedes hacerlo, ya tienes experiencia –me decían mis compañeros una tarde que estábamos, en un café, decidiendo qué íbamos a hacer con respecto a nuestra clase sobre la arquitectura en los pueblos mineros de México. Tengo licenciatura en arquitectura y ya estoy en la maestría.
Luego de mucho discutir, Laura eligió Zacatecas porque tiene familiares allá; Joaquín, Real del Monte; Martha, Chihuahua. Los puntos que restaban eran: Real de Catorce, Cañón de Bolaños, Mapimí-Ojuela y Concepción del Oro-Mazapil. Mis amigas sugerían que yo tomara el de Real de Catorce porque hace algún tiempo realicé un ensayo acerca de Cerro de San Pedro, y supuestamente el desarrollo de ese lugar fue similar al del otro en el Altiplano potosino. Aunque sus argumentos eran casi correctos, yo no me sentía muy segura que digamos, más que nada porque Real de Catorce no me trae buenos recuerdos: mi hermano mayor tuvo un accidente que lo dejó paralítico. Sucedió una vez, hace varios años, cuando él y sus cuates se fueron para allá con sus bicicletas de montaña. En el camino de bajada a la estación Catorce se cayó en una barranca y desde entonces su vida ha sido un terrible martirio. Me decidí por Bolaños.
Real de Catorce… nombre de romántico sonido, paraje de fantásticas virtudes, pueblo de leyenda viviente; tierra de culto milenario donde se fusiona la inescrutable prehistoria, el pasado glorioso pero efímero y el presente de letargo, sin avizorar un futuro promisorio. Real de Catorce es hoy en día uno de los muchos núcleos de asentamiento minero que se hallan abandonados, desde las épocas de la Revolución, en estados como Chihuahua, Durango, Guanajuato, Hidalgo, Querétaro, el mismo San Luis Potosí y Zacatecas, entre otros.
Localización geográfica: el municipio de Catorce se encuentra entre los 23° 24′ y 24° 03′ de latitud Norte, y a los 100° 27′ de longitud Oeste.
Sus colindancias son con Vanegas al Norte, Cedral al noreste, Villa La Paz al Este, Villa de Guadalupe al Sur, Charcas y Santo Domingo al suroeste, y el estado de Zacatecas al Oeste.
La cabecera municipal se ubica entre las coordenadas 23º 41′ de latitud Norte y 100º 53′ de longitud Oeste.