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Cañón del Chiflón, cascadas, prehistoria e historia en Saltillo

CAÑÓN DEL CHIFLÓN
Entre un paisaje de película
Texto y fotografías: Homero Adame
Es sabido por muchos que en las proximidades de Saltillo existen infinidad de vestigios de antiguas culturas que habitaron esta región del México septentrional. Tales vestigios son básicamente petroglifos, pinturas rupestres y puntas de flecha, que hablan de la vida nómada de los pobladores. Son muchas las teorías y conjeturas, como poca es la historia recabada sobre esas culturas; historia que en ocasiones se presta a la confusión ya que no existe una manera de fechar con exactitud el tiempo de que datan las remanencias. La historia de la región es más bien moderna, de la época de la conquista, y habla de los muchos grupos conocidos que poblaron las sierras,  los valles y, también, los desiertos del estado. Pero no hay seguridad que esas tribus hayan sido las que tuvieron la inquietud y se tomaron el tiempo y la dedicación de dejar pintadas o esculpidas en las rocas la expresión de su arte o idiosincrasia. Posiblemente esas pinturas y petroglifos ya estaban ahí cuando aquéllos llegaron. No lo sabemos con exactitud y quizás nunca lo sabremos.
Dentro de ese amplio marco de lugares que entre la escases de su vegetación y lo intrincado de sus sierras resguardan los petroglifos y pinturas, encontramos el Cañón del Chiflón, ubicado a 38 kilómetros de Saltillo rumbo a Torreón.
El Chiflón es muy conocido por los saltillenses por ser un lugar de paseo dominical, donde existe un río con una hermosa cascada, que da frescura a los calurosos días de verano. Lugar de agua limpia y fría que corre todo el año, aun en épocas de sequía. Pero son más las personas que llegan atraídas por la fama de la cascada que por las otras cosas que están ahí para ser vistas y admiradas, siendo por lo general el turista extranjero o el mexicano que viene de distantes puntos del país el que llega preguntando por las pinturas rupestres, para así enterarse que ahí existe una cascada de gran altura y monumental belleza.
A escasos 600 metros de la carretera está la ruinosa hacienda del Chiflón, otrora señorial de recios adobes y grandes piedras, donde vive una familia que cuida la casa grande y las 100 hectáreas de que la hacienda está compuesta. Ellos son gente humilde, acostumbrada al turismo y gustan de platicar, con mucho orgullo, lo que tienen a la vista, las historias que se cuentan y sobre los muchos visitantes importantes que han llegado por ahí en busca de aventura o lugares, digamos, desconocidos.
Sentado en una mecedora, don José Juan Valdez nos invita a tomar asiento y nos pregunta que qué nos trae por esos rumbos. Una vez que uno le explica el motivo de la visita, él dice que sí hay algunas pinturas, pero que es mejor ir a la cascada. Su esposa hace pocos comentarios y sus hijos pequeños, que todavía viven en el casco de la hacienda, miran al visitante con atención y curiosidad. Uno de ellos, Raymundo de 13 años, constantemente interrumpe la plática de su padre para afirmar o agregar los comentarios. El es el guía de turistas y está más que dispuesto a llevarnos a ver las pinturas y la cascada.
Don José poco sabe de la historia de la hacienda y menos de los más antiguos pobladores, pero con regocijo cuenta detalles de la película El alma grande del desierto, que se filmó en esos parajes, y cita otras películas cuyos títulos ha olvidado; todas ellas de indios y vaqueros. Asimismo cuenta descubrimientos y leyendas. Dice que a seis kilómetros, en el llamado Rincón Colorado, hace muchos años encontraron huesos de dinosaurios, pero que los lugareños no permitieron que se los llevaran a la Ciudad de México, pues querían que permanecieran ahí y se construyera un pequeño museo, para así poder contar con una atracción turística; los huesos no fueron removidos del lugar y el museo todavía sigue en proyecto.
Como buena hacienda con leyendas, don José se divierte narrando episodios de gente que ha llegado en busca de tesoros, pero que nada han encontrado, y niega que se escuchen ruidos o se vean apariciones; sin embargo, afirma que por ahí se han visto platillos voladores. Dice que en las noches algunas personas han observado luces volar rumbo a la cascada y que él mismo las vio en una ocasión. “Hace mucho se perdieron tres gentes que subieron a la cascada, los buscamos todo el día y en la noche, pero no los pudimos hallar. Luego vino un señor que vive allá arriba y nos dijo que él vio cuando los marcianos los habían subido en una nave y se los llevaron. Verdad o mentira, la cosa es que esos muchachos nunca aparecieron”.
Emprendemos camino con la buena guía de Raymundo, quien conoce todos los parajes ya que él lleva a las cabras y borregas a campear. A pocos metros de la casa encontramos los primeros petroglifos y así sucesivamente los iremos viendo a todo lo largo y lo ancho del cerro. Es increíble la cantidad que hay de ellos. Las figuras varían en forma y tamaño, siempre destacando las circulares, las onduladas y los puntos, alusivas a los astros, el agua del río y, posiblemente, a un sistema numérico. Pero no todos esos petroglifos son antiguos, muchos de ellos son modernos pues son demasiados los paseantes que gustan de dejar un recuerdo de su visita grabado en la roca. Encontramos nombres y dibujos de cruces, flechas, corazones e iglesias; digna representación de que los petroglifos se siguen creando de acuerdo a la época en que se vive.
No nos cansamos de ver los petroglifos, pero el día pasa rápido y queremos conocer y contemplar otras maravillas.
Subimos por todo el lecho del río hasta llegar a la cascada, que tiene dos caídas y varias pozas o albercas naturales. En verdad que la descripción dada por don José se queda corta ante la belleza del lugar. La pared del cañón es alta, estrecha e impresionante, y con finura se desliza la blanca estela del agua, para caer con estrépito en la primer y más profunda poza y así seguir su camino cuesta abajo hasta la segunda poza, donde nos encontramos. El agua es muy fresca, con tonalidades turquesa, e invita a darse un chapuzón. Raymundo nos espera pacientemente sentado en la roca, mientras continúa platicando sus aventuras, descubrimientos y fantasías.
La mayoría de la gente se queda en ese paradisíaco lugar, pero nuestro plan es seguir hacia arriba para ver las pinturas rupestres, que es en sí el motivo original de nuestra visita.
El ascenso es difícil y resbaladizo. Así llegamos hasta la primer poza y más arriba a una cueva. A escasos metros de ésta hay un venero en el cual se construyó una pila para captar el agua que se entuba hasta abajo -a la casa y al ejido Plan de Ayutla, junto a la carretera-. La cueva no es profunda, pero a lo alto tiene una pequeña oquedad de profundidad desconocida, de la cual asegura el jovencito Raymundo que en una ocasión unos exploradores extranjeros se metieron con tanques de oxígeno por largas horas.
Así como esa, al parecer hay muchas cuevas más en todo el cañón, pero permanecen inexploradas por lo inaccesible y la falta de difusión o interés.
Rodeamos la cueva y seguimos subiendo hasta llegar a la cima, donde inicia la cascada. La vista de la cañada gris, de las pozas turquesa, del azul del cielo con blancas nubes y del amarillento-obscuro valle en la distancia es en verdad impresionante; vista que hace valer el día en sí y la fatiga de la caminata.
Raymundo platica que desde ahí caían a la poza los indios que «mataban» durante el rodaje de las películas filmadas en Chiflón, pero -advierte- caían cuando el río llevaba más agua, ahorita es muy poca.
En esa parte, en lo alto del cañón, se encuentran las famosas pinturas rupestres en un recodo natural de la roca. Pero las pinturas no son tan abundantes como habíamos creído y hubiéramos querido. Solamente se pueden distinguir restos de cuatro pinturas, el faltante y las demás, si es que había, han ido desapareciendo, tanto por el intemperismo y el tiempo como por la gracia de los vándalos, quienes han dejado ahí las huellas de su paso. Dos de ellas son las más distinguibles, una pintada en rojo y la otra en rojo y azul. Semicírculos y ondulaciones que seguramente representan las cascadas y el río.
Preguntamos si acaso no hay más pinturas, y Raymundo nos dice que sí, que son las que ya habíamos visto abajo, pero que éstas son las únicas de color. Por alguna razón incomprensible, ningún visitante guiado por este jovencito se tomó la molestia de explicarle que unas son pinturas y otros petroglifos; error que ya ha quedado aclarado.
Por sugerencia del chamaco, el retorno lo hacemos por otra parte, alejándonos del río, para bajar por la escarpada ladera. Desde la cima del cerro la vista al valle es aun más impresionante, admirando así el interminable horizonte del poniente. La bajada es un tanto peligrosa por lo resbaladizo del terreno y las piedras sueltas, que caen ruidosamente, pero vale la pena intentarlo, porque en toda la ladera de ese cerro hay más y más petroglifos.
Bajamos por la ermita, antigua iglesia de la hacienda y ahora en vías de desaparecer. El día ha sido extenuante y la familia amablemente nos ofrece de comer un plato de arroz y tortillas de nixtamal recién hechas.
Antes de despedirnos, don José nos dice que el nuevo dueño de la hacienda proyecta hacer en el futuro próximo un campo turístico, remozar la hacienda, hacer más accesible el camino a la cascada y reconstruir los pocos objetos antiguos que quedan. Qué bueno que hay alguien que se preocupe por mejorar una joya histórica y natural en esta árida parte de Coahuila, y dar así un nuevo realce a este atractivo del estado.
Notas: este artículo con más fotografías fue publicado originalmente por la revista México desconocido, en 1999.
2. Puedes leer una leyenda relacionada con la hacienda del Chiflón siguiendo este enlace: El tesoro de Pancho Villa.

Mitos y leyendas del Noreste de México: Pedro José

EL INDIO PEDRO JOSÉ

Leyenda escuchada en Arteaga, Coahuila

 

(Versión escuchada en Los Lirios, municipio de Arteaga, Coahuila)

Sí, cómo no, aquí en tod’esta sierra hay munchas cuevas y en los asegunes de las pláticas de la gente de más denantes qu’en esas cuevas tenía sus guaridas Pedro José Méndez. Fue muy bandido Pedro José y en munchas de las cuevas dicen que ai parece qu’escondió tesoros que se robaba porqu’él le pegaba muy duro a todo aquel lao de Nuevo León, desde Monterrey hasta más al sur por toda la sierra –m’imagino yo que hasta más allá de Tamaulipas– y también le pegaba duro acá’l lao de Saltío –explica el Sr. Rómulo Valdés.

¿Sí sabe que Pedro José era un indio de los últimos que hubo, vedá? […] Ándele, y dicen que le gustaba andar solo porqu’era muy desconfiao y no traiba compañeros cuando robaba. Yo croque (creo que) por eso nunca lo pescaron porque como andaba solo y conocía pero muy bien tod’esta sierra, muy sigiloso se les pelaba a los federales; en aquel tiempo contaba mi abuelo que a los federales les decían los pelones o si no también la cordada. Yo he andao muncho en la sierra de aquí hasta Rayones y sí conozco munchas cuevas; algunas tienen hasta figuritas pintadas de coloradito en las paderes y pos m’imagino yo que a la mejor Pedro José o alguien d’esas gentes de más denantes las haigan pintao. Pero ansina de tesoros, tesoros que Pedro José haiga enterrao la verdad no, a mí no me ha tocao.

Antes de chamaco nos íbanos a campear con los animales y nos quedábanos dos o tres días en la sierra y cuando nos daba la noche nos metíanos en alguna cuevita si acaso encontrábanos una. Pero la verdad es que ya conocíanos nuestras andadas y más o menos sabíanos en dónde mero quedarnos la noche. Y nunca nos asustaron, nunca nos tocó ver llamaradas ni oír ruidos de cadenas que según los asegunes se oyen cuando hay relaciones; tampoco vimos ánimas en pena ni nada d’eso porque yo siempr’he dicho que los muertos, muertos están y los que asustan son los vivos, ¿eh?

Mi abuelo platicaba que una vez Pedro José robó el tren que venía de México y croque lo descarriló un poco antes de llegar Saltío y cargó con lo que pudo y se vino aquí a la sierra luego lueguito. Y que los de la cordada se le vienen detrás, pero Pedro José ya les traiba ventaja y también conocía mejor la sierra, sí, la conocía mejor. Y parece que pasó aquí por Los Lirios y se metió más pa’ dentro, y los federales detrás, ai venían detrás. Luego parece que los federales se dividieron en dos grupos y unos se adelantaron por este lao y otros detrás de la huella qu’iba dejando Pedro José con su penco retinto –dicen qu’era retinto el penco–, pero el muy méndigo parece que aventó los costales que se había robao; ansina los aventó en una cañadita y luego le siguió más adelante y se apeó del penco que lo mandó que siguiera solo más adentro, en la sierra –es qu’el penco sabía andar solo bien todos los rumbos– y Pedro José reculó haci’acá pa’ los rumbos de Arteaga. Se vino a pie y parece que lo vieron pasar unas gentes porque más o menos lo conocían, pero no sabían que los de la cordana [sic] andaban detrás d’él, y ansina mero se les perdió el méndigo de Pedro José y no lo alcanzaron porque al día siguiente –habrá sido al día siguiente– que pasaron por ai los federales y le preguntaron a la gente si no lo habían visto pasar en su penco y le dijeron qu’en el penco no, pero que lo habían visto pasar a pie y fue cuando los federales se dieron cuenta que ya se les había pelao. (Leyenda en un blog de Homero Adame.)

Ansina hay munchas historias que todavía cuentan de Pedro José que fue muy ladino, muy bandido y muy méndigo como pocos. Y ai le digo, hay munchas cuevas que ai luego dicen qu’eran su casa y sí he sabido de gente que viene buscando las relaciones y ai andan en la sierra y se meten a las cuevas con aparatos que traen del Otro Lao –dicen que pillan esos aparatos cuando hallan metal–, pero no croque haigan encontrao dinero y si alguien encontró pos ya cargó con él, ¿no?

 

¿Quién fue Pedro José?

Pedro José es un mítico personaje de quien se habla en muchas leyendas en la Sierra Madre de Nuevo León, Tamaulipas y Coahuila. Se dice que fue un caudillo y ladrón de fines del siglo XIX, que guardó infinidad de tesoros en cuevas de la sierra. De acuerdo con algunas crónicas, él quizá fue el último indígena nativo de Nuevo León.

Cabe señalar, sin embargo, que hay quienes, erróneamente, creen que su apellido era Méndez. Es probable que esta confusión se genere por una yuxtaposición de elementos reales y ficticios con el nombre de Pedro José Méndez Ortiz (1836-1866), un destacado militar tamaulipeco, oriundo de San Agustín, municipio de Hidalgo, quien llegó a ser General en las fuerzas juaristas.

 

Nota: la imagen fue tomada del sitio de Internet de Pueblos de América y Panoramio. Que el enlace sirva de crédito a su autor.

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