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El pastel (anécdota chusca de Linares, N.L.)

Éranse cuatro amigas que todas las tardes se juntaban con otras damas de su mismo círculo social a jugar canasta en el Casino o en casa de alguna de ellas. Esto no es nada fuera de lo común; muchas personas lo hacen. Sin embargo, lo singular de este grupo es que cuatro de ellas llevaban por nombre Concepción y de cariño les decían «Conchita» en sus distintas variantes. Además, eran comadres; no todas con todas, sino que una con otra como veremos más adelante.

            Un año en particular, el 8 de diciembre cayó en sábado, por lo que no hubo jugada. Las Conchitas fueron invitadas, por separado, por su parentela para celebrar el día de santo. Hasta ahí todo en orden.

            Ah, pero a las amigas, y más a las comadres, se les debe obsequiar algo. Cualquier detallito es bueno, por insignificante que sea. Unos aretitos de alpaca, un regalo de “roperazo”, un prendedor, unos mantelitos deshilados de Aguascalientes, una crema de almendras para el cutis, o cosas por el estilo, son excelentes para salir del paso, y de pasada cumplir con la festejada.

            Muy bien. Ya era sábado 8 de diciembre y una de estas cuatro amigas, la señora Conchis, andaba tan ocupada recibiendo felicitaciones telefónicas de sus hijos y amistades y ordenando la comida que casi se le olvidó hablarle a sus amigas y a su comadre Conchita. Como a eso de las doce se acordó y fue el momento en el cual el mundo casi se le vino abajo por unos instantes.

            «¿Qué le regalaré a mi comadre Conchita?», pensó con insistencia. Le dio vueltas a cuanta idea se le vino en mente, pero ninguna le satisfacía. «Ah, ya sé. ¡Un pastel! No me sale caro y además quedo bien con ella», concluyó.

            Con esa resolución, la señora Conchis le ordenó a su cocinera que hornease un pastel cubierto de betún. «Y de relleno le pones unas tres cerezas o duraznos de lata o lo que se te ocurra», le dijo a la muchacha. Cuando el pastel estuvo listo, con otra sirvienta lo envió a la casa de su comadre Conchita, quien no se hallaba en casa para recibir el presente de manera personal.

            Mientras tanto, esta señora Conchita también andaba medio preocupada, pues no sabía qué obsequiarle a su comadre Conchón. Cuando llegó a su casa después de la comida, se encontró con el pastel de su comadre Conchis, y pensó: «¡Ay, mira, qué buen regalo! Este pastel me va a sacar de apuros. Nada más le pongo mi tarjetita y se lo mando a mi comadre Conchón». Y así fue. El pastel fue entregado en casa de la señora Conchón un rato más tarde.

            La señora Conchón, por su parte, también tenía rato pensando qué enviarle a su comadre Concha. Desde la mañana había recibido una caja de sabrosos chocolates de San Luis por cuenta de su comadre, y sentía la obligación de corresponderle del mismo modo. Por eso, cuando recibió el pastel de su otra comadre, éste le cayó como del cielo. Sólo tuvo que cambiar la tarjeta, poner la suya y mandárselo a la señora Concha.

            Eran como las seis de la tarde cuando la señora Concha recibió su regalo. Más tardó en recibirlo que en remitirlo a la casa de su comadre Conchis, pues se trataba del obsequio ideal para un día de santo. La sirvienta de doña Concha llevó el pastel a la casa de la otra señora.

            Doña Conchis, quien había sido invitada a pasar la tarde en la casa de una de sus hijas, finalmente regresó a su hogar a eso de las diez de la noche, después de haber incluso cenado. Cuál fue su sorpresa descubrir su propio pastel en su casa, pero enviado por su comadre Concha, como si ésta lo hubiese horneado o comprado. En eso exclamó: «¡de haber sabido, le hubiera puesto más huevos!»

La foto fue tomada del sitio de Internet recetasgratis.net. Que el enlace sirva de crédito y agradecimiento a sus autores.

El burro

Había un amigo de La Naranja, un pueblo chiquito en Guadalcázar (San Luis Potosí), que venía mucho por este rumbo y nos visitaba mucho. Cuentan que una noche venía de Mier y Noriega (Nuevo León) y que vio unos tecolotes por un arroyo que está ahí en el camino, donde hace bajada. Venía él en un burro al pasito y oía que los tecolotes estaban tecuruqeando y tecuruqueando y más cuando estaba en la parte más baja de esa bajada. Eran como las tres de la mañana y al amigo éste le entró mucho miedo y más cuando el condenado burro no quería subir. Entonces le picaba en la panza con los tacones de las botas y nada que quería subir el burro, pero se remolineaba bien feo, como si anduviera asustado. Eso asustó más al amigo. Imagínese, si un burro se asusta en la noche, pues un hombre más. En eso, entonces que se le sale un pedo al burro y que brinca y hasta tumbó a este amigo del brinco que dio y luego el burro se fue corre y corre y ahí lo dejó tirado al amigo.

Cuando nos platicó eso a todos nos dio risa y más a él porque dijo que no era que el burro tuviera miedo y por eso no quería subir, sino que traía un pedo atorado y por eso se remolineaba bien feo.

Anécdota contada por el señor Santos Torres, de San Francisco, municipio de Bustamante, Tamaulipas.

La imagen fue tomada del sitio misanimales.com. Que el enlace sirva de crédito a su creador.

«El diácono» – anécdota familiar de los Adame Lozano, de Linares, N.L.

«EL DIÁCONO«

En la vida pueblerina del pasado, como en Linares, Nuevo León, era una sana y muy cristiana costumbre que cada familia tuviera entre sus hijos por lo menos un doctor, un maestro y un sacerdote. Bueno, la familia Adame Lozano de Linares medio cumplió con esa obligación, pues digamos que la abuela Clotilde fue maestra (aunque nunca ejerció), Homero es doctor y ¿el sacerdote?

A principios de la década de los años 80 del siglo XX, José Adame Lozano (mejor conocido como «Pepe el abogado» entre sus familiares) ya había vendido su rancho en Tamaulipas, “El Consuelo”, y no tenía dónde refugiarse cuando deseaba estar lejos de su núcleo familiar. Por diversas razones, Linares había dejado de ser para él un punto de referencia.

Como todo buen padre, al darse cuenta de que sus hijos ya eran hombres productivos, quiso ayudarles con un negocio. Con la venta del rancho los apoyó para que pusieran una tienda de botas y artesanías mexicanas en Brownsville, Texas, la «Armadillo Boot Co.». Pero también pretendía ser un gran comerciante y para ello buscó por doquier el mejor precio de las botas y demás artículos afines. En sus recorridos por León, Guanajuato, y las inmediaciones cayó a Lagos de Moreno, Jalisco, un pueblo tranquilo y barato, muy barato, por lo que ahí se instaló por un buen tiempo. Rentó un cuarto permanente en el hotel París, llegó a conocer a medio mundo, no faltaba al café todos los días, tardes y noches, como buen abogado y hombre de más mundo asesoraba a los grillos de la política y así se pasó gran parte de esos años, comprando botas y artesanías directamente del fabricante, enviándolas a Brownsville, mientras que sus hijos se engolosinaban vende y vende. Ah, pero ese mundo idílico terminó cuando se dio cuenta de que él adquiría los artículos para la tienda texana y sus hijos jamás le mandaban dinero para resurtir, pues eran épocas cuando las transferencias bancarias del extranjero eran por demás difíciles debido a la burocracia mexicana. De tal modo terminó la efímera etapa de Pepe el abogado como comerciante.

¿Y el sacerdote?

Bueno, con apellido Adame hay no sólo un ex sacerdote, sino un santo, san Román Adame, originario de Teocaltiche, Jalisco. Si Pepe el abogado hubiera vivido para saberlo, presto habría hecho un viaje a Teocaltiche y Yahualica, Jalisco, así como a Nochistlán, Zacatecas, para conocer las andanzas del pariente santo, como bien lo hizo su sobrino Homero, el escritor viajero e investigador. Pero ésa es otra historia; aquí estamos hablando de los Adame Lozano de Linares.

Entonces decíamos que toda familia de buenas costumbres tenía un sacerdote, pero los Adame Lozano fueron casi la excepción: casi…

Resulta que Pepe el abogado, cuando vivía en Lagos de Moreno, se hizo muy amigo del párroco y como iba muy seguido a la iglesia a platicar a la hora del chocolate, el párroco pensó que era un hombre tan devoto que seguramente podría ayudarle en ciertos menesteres. De tal modo, José Adame Lozano se convirtió en el diácono de la parroquia de Lagos de Moreno.

Años después, entre bromas nos decía: “Lo único que jamás pude hacer fue oficiar misa porque no era sacerdote ordenado. Ni tampoco podía dar la confesión. ¡Es que la verdad me excitaba mucho cuando las señoras me confesaban sus desvaríos!”

Nota: esta anécdota fue compartida por Jorge Adame Martínez y editada por Homero Adame.

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Puedes leer otra anécdota de esta familia en este enlace:

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